Las figuras parentales ambiguas

Muy poco se ha reflexionado sobre la ambigüedad que, como un rasgo de personalidad, tienen la Madre o el Padre biológicos o los sustitutos afectivos para relacionarse e intimar con los hijos

20 NOV 2018 · Lectura: min.
Las figuras parentales ambiguas

Muy poco se ha reflexionado sobre la ambigüedad que, como un rasgo de personalidad, tienen la Madre o el Padre biológicos o los sustitutos afectivos para relacionarse e intimar con la hija o el hijo. Estas figuras parentales se constituyen en uno de los ejes centrales del dolor emocional, de los conflictos intrapsíquicos y/o de las crisis de identidad en esa adulta o adulto de hoy en día, aspecto generador del rechazo de estas personas por parte de nuestra sociedad.

Considero, por tanto, que es más fácil la tipificación de la ambigüedad en ellos como padres frente a ese Otro llamada hija o hijo. Todo sujeto está influenciado consciente o inconscientemente en la forma como, ella o él, muestra su imagen materna o paterna frente a hechos y situaciones tales como: actitudes donde la afirmación y la negación son opuestas entre sí; sentimientos donde el amor y el odio son fluctuantes; lenguajes donde los principios de realidad y de placer son antagónicos; y deseos donde la vida y la muerte son dualidades cotidianas.

El principio de virilidad en una mujer se vio reafirmado a la vez por la ausencia y presencia del Padre. Esta niña tan solo tuvo la presencia del padre cuando aceptaba todas las responsabilidades y obligaciones dadas por esa figura de autoridad, sin reproches y sin quejas, por miedo a perder la figura paterna. Desde temprana edad, su condición femenina fue una agresión de unión-desunión entre ellos dos, al no haber ella sido el hijo varón deseado. En consecuencia, ella adopta desde pequeña los valores masculinos, entrando en alianza con los hombres a nivel intelectual, económico, laboral y social, con el fin de compensar esa sensación de inutilidad por ser mujer.

La necesidad de aprobación y reconocimiento frente al Otro en un hombre se manifiesta en el excesivo control de sí mismo, acompañada de una conducta rígida en la ejecución, tanto de las reglas como de las normas, al buscar la estimación de colegas, amigos y familiares teniendo en cuenta que la pérdida de la espontaneidad y la confianza se dieron cuando el Padre, a la vez lo premiaba y castigaba por las payasadas y ridiculeces que hacía cuando era niño, aprendiendo a sentirse seguro tan solo al complacerlo de cualquier modo que se lo exigiera, particularmente comportándose como un clown o bufón al sentirse en peligro de ser desaprobado y desconocido por esa figura paterna.

La autoestima en una mujer joven se formó a partir de la relación de amor y odio con su madre en sus primeras etapas instintivas, despertando en la hija la ira, la voracidad, la envidia destructiva, la depresión y la culpabilidad cada vez que esa figura materna ejercía el poder, puesto que ella podía satisfacer o no sus deseos orales, anales y edípicos como objeto bueno u objeto malo quedando herida y atrapada en la búsqueda de su propia supervivencia a través del dominio y el desconocimiento del Otro. Debido a esa falta de valoración de sí misma, destruye a todo aquel o aquella que le muestra inferioridad o debilidad asociados con su propia incapacidad e impotencia por haber sido objeto ambiguo de la propia madre.

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La tendencia punitiva en una mujer mayor se internalizó cuando sus deseos estuvieron enmarcados entre el pecado y la virtud infundidos por una madre ambigua en la socialización de los principios éticos, morales y religiosos. Siendo algunas veces bastante salvadora y otras muy condenatoria con su hija, particularmente frente a aquellos comportamientos que mostraban laxitud relacionados con la pereza, la gula y la lujuria. Esto generó un deterioro físico y psíquico en esta adulta hasta el punto de reprimirse y abandonarse a sí misma por miedo a sentir deseo y obviamente placer y goce. Todos sus comportamientos cotidianos están basados en el sufrimiento, la renuncia y la entrega mística, sublimación apoyada en el trabajo duro y en una disciplina recia para no caer en la tentación de sentir bienestar personal.

El complejo de fealdad en una mujer mayor se originó en la vinculación y separación de su propio cuerpo femenino, ritualizando en la ingestión de alimentos, la necesidad de poseer al Padre, quien a su vez mantuvo una relación de afirmación y negación con su hija al solicitarle de pequeña, demostraciones afectivas; si se negaba, el Padre optaba por la indiferencia, dejando de ser su hija, hasta el día en que le suprimiría todo el amor definitivamente. Como ella nunca pudo superar la culpabilidad de considerarse una mala hija al no agradar a la figura paterna, inconscientemente sustituirá al Padre con la acción de tragar desmesurada y compulsivamente. Su cuerpo se irá desfigurando a través de los años hasta llegar hoy en día a no ser deseada por los Otros hombres, al no haber cumplido ella, con el valor estético de la belleza. La compensación es su defensa, al buscar que el Otro la perciba fea, repulsiva, tosca y desgarbada, pues si no fue bella para su Padre no lo será para ningún hombre.

La necesidad de pareja en un hombre misógino se evidencia en la búsqueda de una mujer ideal, que se haga cargo de él, sin que lo amenace, chantajee o manipule, aun si sus actitudes son intimidatorias e impositivas cada vez que su masculinidad es enjuiciada por ella. Es así como él repite con cada una de sus parejas el mismo patrón de adulto, por no ser la mujer ese modelo de perfección; sabiendo, por otra parte, que dichas uniones terminarán en una separación de pareja. Este comportamiento ha nacido cuando de niño fue sometido a métodos de crianza castradores expresados por la madre a través de la burla y la mofa por ser un niño asustadizo ante todos los fenómenos de la naturaleza; métodos a la vez, benevolentes cuando esa figura materna le brindaba protección y seguridad, si él entraba en estado de pánico por las pesadillas que presentaba al dormir solo en un cuarto. Estos sentimientos contradictorios en la forma de relacionarse la Madre con el hijo desarrollarán en este adulto una marcada ambigüedad entre la imagen materna y la imagen femenina, hasta hacer de su vida de pareja un completo fracaso y trabajo de duelo continuo al no poder elaborar conscientemente la rivalidad desplazada en Otro.

La incapacidad de una mujer de ser feliz sola ha sido el motivo que la ha llevado en varias oportunidades a la promiscuidad al no poder establecer un vinculo afectivo con ningún hombre más allá de la seducción de un fin de semana, mientras piensa ya adulta, que hay algo erróneo en su forma de interrelacionarse con el Otro. De niña su Padre siempre le recalcaba que una mujer sola sin esposo no tenía valoración propia ni aceptación social. Ese modelo cultural no solo fue dado por la figura paterna, sino también transmitido por los medios masivos de comunicación como inconsciente colectivo, idealizado a través de las canciones, las telenovelas, los dramatizados y hasta las mismas obras de teatro y el cine: que la felicidad de una mujer depende exclusivamente de tener un esposo que cuide y vele de ella, y por ende ocupar un espacio dentro de la sociedad.

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Paradójicamente esa figura paterna la abandonó justo en el momento en que dejó de ser niña y pasó a ser mujer, quedándose sola y sin el Padre. Hoy en día esta adulta compensa sus miedos y angustias de no tener a nadie, usando ávidamente su cuerpo como objeto de placer para calmar sus sentimientos de soledad con Otro, y a la vez obstaculizando ella misma la posibilidad de explorar y cultivar esa vacuidad que tanto teme y evita; entre tanto es consciente de que la ansiada felicidad no está representada en un esposo, sino más bien en poder ella adaptarse a convivir sola consigo misma sin sentir lástima y pesar por ser diferente a las otras mujeres.

El anterior análisis sobre las figuras parentales y particularmente la ambigüedad no son el único enfoque psicológico, que analiza y explica la forma como se relacionan los padres con los hijos. Existen otras interpretaciones igualmente válidas e interesantes, donde las figuras parentales no son las directamente responsables de la génesis del problema en un Otro sino que también intervienen otros agentes socializadores asunto del que deberían ocuparse estudios posteriores.

Digamos finalmente que no todos los padres son ambiguos y antagónicos con sus hijos sino que, por el contrario, encontramos figuras parentales sanas, maduras y equilibradas en la forma de interactuar y relacionarse con el Otro, reconociendo que esa niña o ese niño, es ante todo una persona que necesita de conocimiento y sabiduría para ser más tarde un adulto saludable emocional y afectivamente.

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Escrito por

Patricia Escovar Quintero

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